miércoles, 25 de marzo de 2015

Quien conserva la facultad de ver la belleza, no envejece

Cumplí años y me regalaron un cuaderno. Una persona muy querida. Pero no acertó. Sí en el objeto _siento pasión por ese sencillo acordeón de paginas_ pero no en su estética. Era un cuaderno barroco, me recordaba a ciertos retablos de estilo churrigueresco.
Ayer lo cambié por otro cuaderno. Lo opuesto. Elegí un cuaderno limpio, todo blanco, manchado únicamente con un parco rótulo en la portada: MY WHiTE BOOK, en caja alta, cuerpo grande y color negro. Las páginas son gruesas y están unidas por un buen lomo.




Este cuaderno me invita a escribir. De hecho, me invita a mirarlo. Y no hay nada realmente que contemplar, es un sencillo cuaderno blanco con hojas gruesas colocado sobre la mesa, quieto, tranquilo, oteando su nuevo hogar, esperando que alguien derramé tinta sobre su pulcro cuerpo.
Es curioso cómo nuestros sentidos se ven satisfechos con objetos tan cotidianos, con abstracciones tan aparentemente anodinas. En este caso es un cuaderno. Algo concreta y verdaderamente útil. Parece que la utilidad por sí sola debería bastarse, pero si la dotas de belleza es el súmmum.

Tengo la tendencia obsesiva de rodearme de objetos bonitos, sean plantas, libros, vasos, lápices o sillas. Me reconforta embellecer mi realidad más cercana. La necesidad diaria de LO BELLO.
El placer de la belleza por sí sola.




Hay una frase que me chifla de Borges, que dice:

"Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día que no estemos, 
por un instante, en el paraíso."


Si a mi realidad material estética le sumo la presencia de bellas personas a mi lado, el resultado es de una satisfacción salvaje inenarrable...


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