jueves, 24 de septiembre de 2020

La lluvia pide vino

El otro día, tras un encuentro poético que nos dejó a todos exaltados, nos adentramos en las calles bajo la lluvia. Que llueva en Barcelona es bastante extraño para una vitoriana como yo, pues estoy habituada a una lluvia pertinaz. Piel a la vista, brazos desnudos y la lluvia cayendo sobre nuestros ojos vivaces de versos incompletos. Entramos en un bar de promesa incierta, el Ménage à trois, cuyas luces apenas se veían por el gris mojado de la ciudad, y canté por el pasillo: La lluvia pide vino. Vino para todos, por favor.


Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
(Borges)

    

Me gusta cuando llueve en los pueblos costeros, porque me peina una melancolía feroz cuando miro el mar y la arena desierta, abstraída y solitaria, aullando a la marea como si las olas fueran estela de lluvia, recuerdos feroces que nos mojan los huesos.

Me gusta cuando llueve en el campo porque desaparezco en ese instante, todo lo que no importa se vuelve invisible. Los árboles gotean vida.


 Me gusta cuando llueve en las ciudades, a pesar de los olores. Me gusta porque pienso en Saul Leiter, y en sus paraguas y la gente que habita sus fotografías. Seres sin nombre que se mojan, que van de un lado a otro, que parece que existen para quedar ahí retratados, ese fin salvaje de ser útil a lo ajeno, despojándose de alma, mostrando su piel húmeda, sus andares a través del aguacero, el instante recogido. 

"A window covered with raindrops interests me more than a photograph of a famous person" decía Leiter. La belleza de las gotas de lluvia es indecible.


Sin lugar a dudas fotografía y poesía beben del momento ordinario, de esa magia callada que sucede cuando lo demás está ocurriendo.