Esperando el tren, me fijé en ellos.
Una pareja sentada ya en el suyo, a punto de partir, protagonizaba un momento precioso, tierno y tremendamente cautivador a través del cristal. Y ni siquiera eran conscientes.
Debían pasar la cuarentena. Ocupaban asientos seguidos pero tenían el cuerpo torcido para mirarse frente a frente. Uno de ellos era moreno, pelo liso un tanto ensortijado y ademanes impulsivos, como si hacer tal o cual gesto le fuera la vida en ello.
El otro tiene rasgos más maduros envueltos en atractivas canas, y porta un sombrero de paja.
Se miran.
Yo los miro a ambos de perfil, primero con disimulo, a los pocos segundos con descaro, fijamente, cautivada por tal amorosa escena.
Se miran.
Están abrazados, cada uno con su brazo por encima del hombro ajeno.
Pero no solo se miran. Se dicen cosas, muy cerca, se ríen y continúan hablándose.
Respiro su armonía.
Se llevan muy bien, los gestos irradian amistad, complicidad, alegría. Siento una punzada de envidia viéndoles así, parece la mejor relación del mundo...
Suena la megafonía.
Las 20.27 de la tarde del viernes.
Gente que va y viene, que parte y llega, que viaja y que despide.
Ellos están en su universo. No se percatan de nada, sentados en su tren, mirándose.
La escena de unos 3 miunos se hace eterna en mi cabeza.
Pienso en ellos. Y la fantasía se me dispara. Quiénes serán, cómo se habrán conocido, a dónde irán, cuánto tiempo se amarán, ...
Tienen nombre de Jaime y Cristóbal. Quizá se llamen así. Quizá no.
Se siguen mirando.
Su tren ya se mueve. La vida entera va dentro.
Y yo en el andén, continúo esperando.