Buscamos desaparecer. Buscamos la invisibilidad. Solo nos ocurre a veces. Cuando lo que pasa, sea una catástrofe doméstica o una pandemia o un pequeño seísmo interior, estalla. Me dieron 48 horas para evadirme y me agarré a ellas como un clavo ardiendo, buscando con ahínco un lugar inhóspito, sin distracciones más allá del grillo o el cielo. Lo logré. Encontré un hotelito rural en Ipiés, Aragón, y éste es mi homenaje a esas 45 horas (perdí 3 horas por el camino) allí vividas.
Casa de Luminosa
Llueve sin nube
en un cielo aragonés desconocido.
El ciprés asoma tras el tejado desgastado.
Los árboles, los pocos que hay,
bailan cohibidos.
Se presiente aguacero
y leo más deprisa
en el confín de esta tierra seca
prepirenaica,
de apellido silencio.
Campos de cereal
Románico inhóspito.
Celaje
Olvido
Turbión
Lontananza
Pinocha
Bonanza
Mantelito de cuadros y servilletas de lino.
Vino de la tierra.
La perfección es sencilla,
no hay nadie.
Me encuentro al final de la carretera,
en un diminuto paraíso del Alto Gállego,
entre campos de labranza y bosques
de pinos y robles,
alternados con extensas áreas de salagón.
Ésta es la Casa de Luminosa,
a cuidarme vine,
a desentenderme de la raza humana,
a leer, a escribir y a dormir.
Me siento en el jardín y cierro los ojos
bajo el agua que cae de la no nube.